Debajo
de las multiplicaciones
hay
una gota de sangre de pato;
debajo
de las divisiones
hay
una gota de sangre de marinero;
debajo
de las sumas, un río de sangre tierna.
Un
río que viene cantando
por
los dormitorios de los arrabales,
y
es plata, cemento o brisa
en
el alba mentida de New York.
Existen
las montañas. Lo sé.
Y
los anteojos para la sabiduría.
Lo
sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo
he venido para ver la turbia sangre.
La
sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y
el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos
los días se matan en New York
cuatro
millones de patos,
cinco
millones de cerdos,
dos
mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un
millón de vacas,
un
millón de corderos
y
dos millones de gallos,
que
dejan los cielos hechos añicos.
Más
vale sollozar afilando la navaja
o
asesinar a los perros
en
las alucinantes cacerías,
que
resistir en la madrugada
los
interminables trenes de leche,
los
interminables trenes de sangre
y
los trenes de rosas maniatadas
por
los comerciantes de perfumes.
Los
patos y las palomas,
y
los cerdos y los corderos
ponen
sus gotas de sangre
debajo
de las multiplicaciones,
y
los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan
de dolor el valle
donde
el Hudson se emborracha con aceite.
Yo
denuncio a toda la gente
que
ignora la otra mitad,
la
mitad irredimible
que
levanta sus montes de cemento
donde
laten los corazones
de
los animalitos que se olvidan
y
donde caeremos todos
en
la última fiesta de los taladros.
Os
escupo en la cara.
La
otra mitad me escucha
devorando,
orinando, volando, en su pureza
como
los niños de las porterías
que
llevan frágiles palitos
a
los huecos donde se oxidan
las
antenas de los insectos.
No
es el infierno, es la calle.
No
es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay
un mundo de ríos quebrados
y
distancias inasibles
en
la patita de ese gato
quebrada
por el automóvil,
y
yo oigo el canto de la lombriz
en
el corazón de muchas niñas.
Óxido,
fermento, tierra estremecida.
Tierra
tú mismo que nadas
por
los números de la oficina.
¿Qué
voy a hacer? ¿Ordenar los paisajes?
¿Ordenar
los amores que luego son fotografías,
que
luego son pedazos de madera
y
bocanadas de sangre?
San
Ignacio de Loyola
asesinó
un pequeño conejo
y
todavía sus labios gimen
por
las torres de las iglesias.
No,
no, no, no; yo denuncio.
Yo
denuncio la conjura
de
estas desiertas oficinas
que
no radian las agonías,
que
borran los programas de la selva,
y
me ofrezco a ser comido
por
las vacas estrujadas
cuando
sus gritos llenan el valle
donde
el Hudson se emborracha con aceite.
Federico
Gª. Lorca