jueves, 12 de marzo de 2020

La ética de la crueldad


Convivimos con la crueldad.
Toda la historia de la humanidad desde los inicios, es una historia de la crueldad y para sublimar esa terrible realidad prácticamente todas las culturas han inventado rituales que reproducen o representan actos crueles. Convivimos con la crueldad para librarnos de ella.
Y en el arte y la literatura existe una tradición de la crueldad que, según el autor del ensayo (José Ovejero, La ética de la crueldad), se manifiesta especialmente en España.
Pensemos en el arte religioso o en espectáculos como los toros, etc.
Por supuesto, existen dos niveles de crueldad: La crueldad aplicada a un ser vivo y la representación de esa crueldad (el acto en sí y su comentario) aunque hay ocasiones en las que confluyen (la corrida, algunas performances en las que se inflige un daño real al artista). Pero a veces la mera representación cruel exige sufrimiento: el del público. Ese sufrimiento no es un efecto indeseado del arte sino su objetivo.
 La crueldad contenida en una obra de arte, sea libro, performance o teatro, que ataca a su receptor, puede responder a provocar una reacción en él, romper su pasividad, hacerle reflexionar. Es una crueldad que pretende provocar un cambio. Pero hay formas de crueldad artística que no pretenden impulsar un cambio, sino todo lo contrario, que son una herramienta del status quo o, en todo caso, buscan un cambio previamente consensuado desde el poder.
Es lo que llamaríamos crueldad conformista, que suele llevar implícito un mensaje moralizante. Es cierto que la crueldad y la violencia también pueden ser conformistas.
Un uso conformista de la crueldad consiste en la absorción de los impulsos destructivos de un grupo para transformarlos en sublimación socialmente inoperante. La literatura y el cine están plagados de ejemplos (asesinos en serie, policías sádicos, psicópatas, violadores) son productos que sólo buscan entretenimiento, que es la meta de la mayor parte de la producción cultural actual.
Estar entretenido significa no sentir demasiado, ni para bien ni para mal. Son productos que buscan el consumo masivo y que utilizan un lenguaje que no es un signo “democrático” sino que está al servicio de la ideología impuesta por el mercado, poco interesada en transformaciones no tuteladas.
 La literatura (y el arte) se vuelve un juego seductor, cosa a la que habría poco que objetar – si no fuese porque deja de ser todo lo demás que puede ser -
En este marco de cultura liviana, incluso la violencia y la crueldad en la literatura, la mayoría de las veces están ahí para producirnos el cosquilleo que nuestras vidas ya no nos producen. Gracias a ellas, nos asomamos al horror pero con la seguridad de que no nos perseguirá al cerrar el libro. Refugiados en el sueño de la razón, abrimos la puerta a monstruos que no pueden hacernos daño, evitando a un tiempo la confrontación con aquellos que exigen nuestra reflexión, sustituyendo el horror real por la pesadilla, nos despojamos  de cualquier posibilidad de acción y aceptamos nuestra condición de espectadores.
La violencia y la crueldad tienen más fácil aceptación cuando son gratuitas, cuando su significado se agota en la mera narración, que cuando abogan por una moral distinta de la dominante; es decir, son aceptables cuando no empujan a una acción que hagan salir al sujeto de sí mismo, abandonando la contemplación.

La verdad conformista, no siempre desligada de la crueldad espectacular, es la que se utiliza como instrumento de sostén a la ideología dominante. Todos tenemos noticias de ella: La Inquisición española, la tortura de prisioneros en Irak, la violación de mujeres en la dictadura de Videla…
Todos los países conocen formas de crueldad usadas para preservar un determinado sistema de concepción de la sociedad que es considerada superior a otras. También la democracia admite un grado de crueldad que se considera aceptable porque contribuye a cohesionar la sociedad alrededor de ciertos valores, de ciertas creencias de orden político o religioso y que además aumentan la sensación de seguridad de dicha sociedad y que no se suelen justificar en términos políticos del poder ni en términos económicos de protección de la propiedad, sino en términos morales de erradicación del mal y de salvaguardar los valores. Y para dar cobertura ideológica al poder siempre ha estado la literatura y el arte propiciando obras de un gran valor -servidumbre y excelencia no son términos contradictorios – (arte religioso, la épica, etc). La narración épica siempre ha siso una herramienta de poder. Uno de los libros favoritos de Alejandro Magno era la Ilíada. Aldous Huxley escribió que las naciones eran, en gran medida, una creación de los poetas, refiriéndose a los nacionalismos del siglo XX.
Escribir para desvelar la violencia de ETA será premiado por las instituciones españolas mientras que novelar las nostalgias, los mitos y las aspiraciones del nacionalismo será apoyado por las instituciones vascas.
La épica crea un marco heroico para legitimar la violencia e incluso la crueldad, es la literatura que contrapone “nuestra crueldad” a aquella de quienes vienen de fuera, de los bárbaros, de los otros.
Y cuando la ideología que se propaga es de izquierdas o vagamente humanista, el libro funciona por un lado como producto: el lector se sitúa al lado de los buenos sin para ello tener que realizar acción alguna, por el otro, nos permite afirmar nuestros valores y nos exime de aplicarlos


Concha G. Arévalo