Javier Goma Lanzón en su precioso libro ( La imagen de tu vida), nos apunta que hay dos modalidades de perduración humana, la obra artística y la imagen de una vida.
El libro es corto, de fácil lectura y creo que muy interesante. Para quien no tenga la oportunidad de leerlo, intentaré extraer lo más esencial, aunque necesariamente se perderán en el camino gran parte de los matices y reflexiones que tan importantes son en nuestros debates.
Pero; y al final qué, qué esperamos, qué perdurará. Lo decisivo no es tanto qué perdura como si es digno de perdurar. Y lo que en este mundo merece perdurar es la “perfección”, lo juzgado mejor de cada género y más perfecto. La vida y la obra bien hecha.
La ejemplaridad de una persona, gestada lentamente mientras vivía, se
ilumina tras la muerte en la imagen que deja en la conciencia de los demás; allí
se hace definitiva. El destino que nos hurta maliciosamente los bienes que dan
la felicidad, no puede expropiarnos el derecho a vivir nuestra vida con
ejemplaridad y, tras nuestra muerte, legar una imagen luminosa digna de
perduración en la memoria de los demás.
La responsabilidad por la continuada influencia civilizadora del propio
ejemplo sobre los otros no se limita a los soleados días de nuestra vida sino
que alcanza a las profundidades de la tumba.
La luminosidad que emana una ejemplaridad póstuma es designada en
nuestra tradición cultural con el término “ gloria” reservada a muy pocas
personas a lo largo de la historia y, cada época desde la antigüedad al
romanticismo ha valorado y ensalzado solo determinados valores como dignos de
perdurar.
El presente estadio de la cultura, caracterizado por la igualdad
democrática, nos abre los ojos a la evidencia de que cualquier persona que pase
por este mundo, cualquiera que en este mundo vive y envejece, poseedor de una
dignidad de origen pero abocado dramáticamente a la indignidad de la muerte,
solo por eso ya comparte un destino sublime, merecedor de gloria duradera.
En consecuencia todos los seres humanos están llamados por igual a
entregar a la posteridad una imagen digna de perduración y así hacerse merecedores
de gloria, con independencia de que a la memoria colectiva solo le sea posible
retener a un número reducido y solo levante monumentos a aquellos ejemplos de
mayor publicidad.
La vida humana no es esa fuente exuberante y casi infinita de
posibilidades existenciales que un día imaginó el romanticismo. El mundo real
ofrece un surtido pautado de opciones vitales. El camino de la vida atraviesa
etapas que enmarcan las experiencias humanas posibles en ella: amor, dolor,
anhelo, felicidad, decepción, gozo, éxito, fracaso. La combinación de estos
ingredientes bajo una forma estrictamente individual da como resultado esa
visión de conjunto que llamamos la imagen de una vida. Esta imagen responde
a la pregunta de qué clase de persona,
en general, es o ha sido. La pregunta, formulada en términos tan generales,
busca captar la unidad que sintetiza esa imagen; imagen que no se completa
definitivamente hasta la muerte de dicha persona porque la imagen de la vida es
la esencia general y definitiva que solo póstumamente se deja conocer en plenitud. Y es por eso que
el auténtico conocimiento, la aprehensión
de su verdad depende de la pervivencia de su recuerdo.