“Aunque podamos ser eruditos por el saber del
otro, solo podemos ser sabios por nuestra propia sabiduría.” MONTAIGNE
(El texto siguiente es del libro “Invitación a la filosofía” de André
Comte-Sponville)
La etimología es bastante clara:
philosophia, en griego, es el amor o
la búsqueda de la sabiduría. Pero ¿qué es la sabiduría? ¿Un saber? Este es el
sentido habitual de la palabra, tanto en los griegos (sophia) como en los latinos (sapientia),
y es lo que la mayoría de los filósofos, desde Heráclito, han confirmado
continuamente. Ciertamente, tanto para Platón como para Spinoza, tanto para los
estoicos como para Descartes o Kant, Tanto para Epicuro como para Montaigne o
Alain, la sabiduría tiene mucho que ver con el pensamiento, con la
inteligencia, con el conocimiento, esto es, con determinado tipo de saber.
Ahora bien, se trata de un saber muy particular, de un saber que ninguna
ciencia expone, que ninguna demostración prueba, que ningún laboratorio puede
comprobar o verificar, que ningún diploma acredita. Y es que no se trata de
teoría, sino de práctica. No se trata de pruebas, sino de experiencia. No se
trata de experimentos, sino de práctica. No se trata de ciencia, sino de vida.
En algunas ocasiones, los
griegos opusieron la sabiduría teórica o contemplativa (sophia) a la sabiduría práctica (phronèsis). Pero ambas son inseparables o, mejor dicho, la
verdadera sabiduría sería su conjunción. La lengua francesa, que apenas las
separa, lo expresa perfectamente. «Juzgar correctamente para obrar
correctamente», decía Descartes, esto es la sabiduría. Es probable que unos
estén mejor capacitados para la contemplación y otros para la acción. Pero
ninguna facultad garantiza ser sabio: estos deberán aprender a ver, aquéllos a
querer. La inteligencia no basta. La cultura no basta. La habilidad no basta. «La
sabiduría no puede ser ni una ciencia ni una técnica», subrayaba Aristóteles:
se refiere menos a la verdad o a la eficacia que al bien, para sí mismo y para
los demás. ¿Es un saber? Ciertamente. Pero un saber vivir.
Esto es lo que distingue a la
sabiduría de la filosofía, que consistiría más bien en saber pensar. Pero la
filosofía solo tiene sentido en la medida en que nos acerca a la sabiduría: se
trata de pensar correctamente para vivir rectamente, y solo esto es verdaderamente
filosofar. «La filosofía nos enseña a vivir», escribe Montaigne. ¿Acaso no
sabemos vivir? Ciertamente: ¡necesitamos filosofar porque no somos sabios! La
sabiduría es la meta; la filosofía, el camino.
Recordemos a Aragon: «Para
aprender a vivir, ya es demasiado tarde…». Montaigne expresaba una idea similar
(«Se nos enseña a vivir cuando la vida ya ha pasado») pero de forma más
estimulante: de este modo el autor de los Ensayos
no expresaba tanto una fatalidad de lo condición humana cuanto un error de
educación, un error que podía y debía corregirse. ¿Por qué esperar para
filosofar, si la vida no espera? «Cien escolares habrán contraído la viruela antes
de llegar a la lección de Aristóteles sobre la templanza…», escribe
maliciosamente Montaigne. ¿Acaso la viruela es cosa de la filosofía? No,
ciertamente, en lo que respecta a su remedio o su prevención. Pero sí lo es la
sexualidad, y la prudencia, y el placer, y el amor, y la muerte… ¿Cómo iban a
bastarnos la medicina o la profilaxis? «No mueres porque estás enfermo, mueres
porque estás vivo», leemos en los Ensayos.
Así pues, hemos de aprender a morir, aprender a vivir, y esto es propiamente la
filosofía. «Se comete un grave error ‑continúa diciendo Montaigne‑ cuando se la
presenta como inaccesible para los niños, y con un rostro enfadado, altivo y
terrible. ¿Quién me la ha cambiado, quién le ha colocado esa máscara pálida y
horrible? No hay nada más alegre, más jovial y, hasta me atrevería a decir,
juguetón». Tanto peor para quienes confunden filosofía y erudición, rigor y
aburrimiento, sabiduría y vanidad. El que la vida sea tan difícil, frágil,
peligrosa y valiosa como efectivamente es, constituye una razón más para
filosofar lo antes posible («la infancia también tiene algo que aprender de
ella, como las otras edades») o, dicho de otro modo, para aprender a vivir, en
la medida de lo posible, antes de que
sea demasiado tarde.
Para esto sirve la filosofía, y
por eso puede ser útil a cualquier edad, al menos desde el momento en que se
empieza a pensar y a dominar la propia lengua. Esos niños que estudian
matemáticas, física, historia, solfeo, ¿por qué han de privarse de la
filosofía? Esos estudiantes que se preparan para convertirse en médicos o
ingenieros, ¿por qué ya no estudian filosofía? Y esos adultos absortos en sus
trabajos o en sus preocupaciones, ¿cuándo encontrarán tiempo para introducirse
en ella, o para volver a ella? Es obvio que hemos de ganarnos la vida; pero
esto no nos dispensa de vivirla. ¿Cómo vamos a hacerlo de forma inteligente sin
tomarnos tiempo para reflexionar sobre ella, solos o en grupo, sin preguntarnos
por ella, sin razonar, sin argumentar, de la forma más radical y más rigurosa
posible, sin preocuparnos de lo que otros, más instruidos y más capacitados que
la mayoría, han pensado de ella? Anteriormente, cuando hablaba del arte, he
citado la observación de Malraux: «Es en los museos donde se aprende a pintar».
Paralelamente, yo diría que es los libros de filosofía donde se aprende a
filosofar. Pero el fin no es la filosofía misma, ni aún menos escribir libros.
El fin es una vida más lúcida, más libre, más feliz: más sabia. ¿Por qué no
habríamos de poder progresar por esta vía? Montaigne, en “De la formación de los niños” (Ensayos,
I, 26), cita la fórmula de Horacio que Kant convertirá en el lema de la
Ilustración: «Sapere aude, incipe:
¡Atrévete a saber, atrévete a ser sabio, empieza!». ¿Por qué esperar más? ¿Por
qué aplazar la felicidad? Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para
filosofar, venía a decir Epicuro, pues nunca es demasiado pronto ni demasiado
tarde para ser feliz.
José Antonio García Conde
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