domingo, 22 de septiembre de 2013

“Invitación a la filosofía”


“Aunque podamos ser eruditos por el saber del otro, solo podemos ser sabios por nuestra propia sabiduría.” MONTAIGNE

(El texto siguiente es del libro “Invitación a la filosofía” de André Comte-Sponville)

La etimología es bastante clara: philosophia, en griego, es el amor o la búsqueda de la sabiduría. Pero ¿qué es la sabiduría? ¿Un saber? Este es el sentido habitual de la palabra, tanto en los griegos (sophia) como en los latinos (sapientia), y es lo que la mayoría de los filósofos, desde Heráclito, han confirmado continuamente. Ciertamente, tanto para Platón como para Spinoza, tanto para los estoicos como para Descartes o Kant, Tanto para Epicuro como para Montaigne o Alain, la sabiduría tiene mucho que ver con el pensamiento, con la inteligencia, con el conocimiento, esto es, con determinado tipo de saber. Ahora bien, se trata de un saber muy particular, de un saber que ninguna ciencia expone, que ninguna demostración prueba, que ningún laboratorio puede comprobar o verificar, que ningún diploma acredita. Y es que no se trata de teoría, sino de práctica. No se trata de pruebas, sino de experiencia. No se trata de experimentos, sino de práctica. No se trata de ciencia, sino de vida.
En algunas ocasiones, los griegos opusieron la sabiduría teórica o contemplativa (sophia) a la sabiduría práctica (phronèsis). Pero ambas son inseparables o, mejor dicho, la verdadera sabiduría sería su conjunción. La lengua francesa, que apenas las separa, lo expresa perfectamente. «Juzgar correctamente para obrar correctamente», decía Descartes, esto es la sabiduría. Es probable que unos estén mejor capacitados para la contemplación y otros para la acción. Pero ninguna facultad garantiza ser sabio: estos deberán aprender a ver, aquéllos a querer. La inteligencia no basta. La cultura no basta. La habilidad no basta. «La sabiduría no puede ser ni una ciencia ni una técnica», subrayaba Aristóteles: se refiere menos a la verdad o a la eficacia que al bien, para sí mismo y para los demás. ¿Es un saber? Ciertamente. Pero un saber vivir.
Esto es lo que distingue a la sabiduría de la filosofía, que consistiría más bien en saber pensar. Pero la filosofía solo tiene sentido en la medida en que nos acerca a la sabiduría: se trata de pensar correctamente para vivir rectamente, y solo esto es verdaderamente filosofar. «La filosofía nos enseña a vivir», escribe Montaigne. ¿Acaso no sabemos vivir? Ciertamente: ¡necesitamos filosofar porque no somos sabios! La sabiduría es la meta; la filosofía, el camino.
Recordemos a Aragon: «Para aprender a vivir, ya es demasiado tarde…». Montaigne expresaba una idea similar («Se nos enseña a vivir cuando la vida ya ha pasado») pero de forma más estimulante: de este modo el autor de los Ensayos no expresaba tanto una fatalidad de lo condición humana cuanto un error de educación, un error que podía y debía corregirse. ¿Por qué esperar para filosofar, si la vida no espera? «Cien escolares habrán contraído la viruela antes de llegar a la lección de Aristóteles sobre la templanza…», escribe maliciosamente Montaigne. ¿Acaso la viruela es cosa de la filosofía? No, ciertamente, en lo que respecta a su remedio o su prevención. Pero sí lo es la sexualidad, y la prudencia, y el placer, y el amor, y la muerte… ¿Cómo iban a bastarnos la medicina o la profilaxis? «No mueres porque estás enfermo, mueres porque estás vivo», leemos en los Ensayos. Así pues, hemos de aprender a morir, aprender a vivir, y esto es propiamente la filosofía. «Se comete un grave error ‑continúa diciendo Montaigne‑ cuando se la presenta como inaccesible para los niños, y con un rostro enfadado, altivo y terrible. ¿Quién me la ha cambiado, quién le ha colocado esa máscara pálida y horrible? No hay nada más alegre, más jovial y, hasta me atrevería a decir, juguetón». Tanto peor para quienes confunden filosofía y erudición, rigor y aburrimiento, sabiduría y vanidad. El que la vida sea tan difícil, frágil, peligrosa y valiosa como efectivamente es, constituye una razón más para filosofar lo antes posible («la infancia también tiene algo que aprender de ella, como las otras edades») o, dicho de otro modo, para aprender a vivir, en la medida de lo posible, antes de que sea demasiado tarde.
Para esto sirve la filosofía, y por eso puede ser útil a cualquier edad, al menos desde el momento en que se empieza a pensar y a dominar la propia lengua. Esos niños que estudian matemáticas, física, historia, solfeo, ¿por qué han de privarse de la filosofía? Esos estudiantes que se preparan para convertirse en médicos o ingenieros, ¿por qué ya no estudian filosofía? Y esos adultos absortos en sus trabajos o en sus preocupaciones, ¿cuándo encontrarán tiempo para introducirse en ella, o para volver a ella? Es obvio que hemos de ganarnos la vida; pero esto no nos dispensa de vivirla. ¿Cómo vamos a hacerlo de forma inteligente sin tomarnos tiempo para reflexionar sobre ella, solos o en grupo, sin preguntarnos por ella, sin razonar, sin argumentar, de la forma más radical y más rigurosa posible, sin preocuparnos de lo que otros, más instruidos y más capacitados que la mayoría, han pensado de ella? Anteriormente, cuando hablaba del arte, he citado la observación de Malraux: «Es en los museos donde se aprende a pintar». Paralelamente, yo diría que es los libros de filosofía donde se aprende a filosofar. Pero el fin no es la filosofía misma, ni aún menos escribir libros. El fin es una vida más lúcida, más libre, más feliz: más sabia. ¿Por qué no habríamos de poder progresar por esta vía? Montaigne, en “De la formación de los niños” (Ensayos, I, 26), cita la fórmula de Horacio que Kant convertirá en el lema de la Ilustración: «Sapere aude, incipe: ¡Atrévete a saber, atrévete a ser sabio, empieza!». ¿Por qué esperar más? ¿Por qué aplazar la felicidad? Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para filosofar, venía a decir Epicuro, pues nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para ser feliz.


José Antonio García Conde

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